[H]ereje

Desde que lo obligaron a colgar los hábitos no había vuelto a saber más de sus amigos, de sus compañeros de dominó y copitas de aquellas buenas botellas de vino que le regalaban de cuando en cuando los parroquianos del pueblo. Ahora vivía en otro pueblo, algo alejado del suyo, pero al menos vivía feliz con quien desde hace mucho tiempo era su gran amor, demasiado prohibido hasta hace muy poco, o al menos eso le parecía.

La pesada puerta proyectó el sonido de golpes fuertes y rápidos. Hacía semanas que veía o creía ver en los ojos de estos nuevos parroquianos una expresión velada, conocida. Se levantó de la mecedora donde leía el periódico local y caminó el pasillo en dirección a la puerta. No podía dejar de temer que se repitieran las escenas pasadas, los intercambios de opiniones, alegatos, acusasiones, exageraciones, reuniones hipócritas, generalizaciones y finalmente mentiras, simples pero eficientes mentiras. Los nervios dormidos despertaban de nuevo, mientras caminaba a la puerta, que repetía golpes rápidos, fuertes, insistentes, múltiples.

Nojoda, se dijo. Que sea lo que Dios quiera.

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